TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS



¡Maestro, qué bien estamos aquí!

2º Domingo de Cuaresma - C-21 febrero 2016

Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completamente. Incluso sus ropas se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: - Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía, porque estaban desconcertados. En esto se formó una nube que los cubrió con su sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: - Este es mi Hijo, el amado. ¡Escúchenlo! Y de pronto, mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos. Lc 9, 28-36
        
Jesús anuncia a sus discípulos que su muerte está ya próxima, pero también su resurrección para la Gloria eterna.  Mas ellos no comprenden ni creen ni les interesa eso de la resurrección, cegados como están por la ambición del reino terrenal de Cristo. Sea como sea, ellos y Jesús, se sienten afligidos por ese inminente desenlace trágico.
Mas el Padre, con la transfiguración, les muestra a los discípulos un anticipo de la resurrección. Y el Maestro ha querido que esos discípulos predilectos estén presentes, para que se animen viendo cuál es el sentido real de su muerte en la cruz, como él les había anunciado: “Y al tercer día resucitaré”.
Los discípulos dudan de si Jesús no estará equivocado; pero ven que va hacia el fracaso total. Por eso el Padre, en la Transfiguración, quiere dar les una prueba más, hablándoles desde la nube: Este es mi Hijo predilecto: escúchenlo. Quiere decir: “Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará, porque es mi verdadero Hijo inmortal, vencedor de la muerte”.
El sufrimiento y la perspectiva de la muerte, también a nosotros nos causan tristeza y desesperanza, si no miramos más allá y más alto: la resurrección, que Jesús nos ha ganado. La tristeza sin la luz de la esperanza, no es cristiana: es contraria a la fe en la resurrección, la verdad fundamental de nuestra fe.
Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento, y la muerte misma, tienen destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo asegura san Pablo: Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con él, viviremos con él. Cada sufrimiento se nos compensará con un enorme peso de de gloria, si lo asociamos con fe y esperanza a los sufrimientos de Jesús. Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación alguna con el peso de gloria que se nos ha de manifestar, declara el mismo Apóstol.
En Cristo se verifican diversas transfiguraciones. La primera fue la gran transfiguración de la encarnación: el Hijo de Dios se hace a la vez hijo de María. La otra gran transfiguración se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a pan y vino, para pasar a los hombres su vida divina: Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en Él. Y la última gran transfiguración de Jesús es la resurrección: el paso del Cristo muerto al Cristo resucitado y glorioso. Transfiguración que él nos ha ganado también para nosotros.
En la Eucaristía se verifica otra doble transfiguración: el hombre se transfigura en Cristo, y Cristo se transfigura en hombre y mujer, pobre y rico, anciano, joven y niño..., como anota san Pablo: Hasta que se forme Cristo en ustedes.
Si creemos en la presencia transfigurada de Jesús bajo las especies eucarísticas, debemos creer también en su presencia transfigurada bajo las especies humanas de los hombres, hermanos suyos y nuestros, con quienes él se identifica: Todo lo que hagan a uno de estos mis pequeños hermanos, a mí me lo hacen. E igualmente es objeto nuestra fe, creer en su presencia transfigurante en nosotros mismos.

Convertirse es transfigurarse en Cristo por el amor, la fe viva y la unión real con Él.  Y es amar al prójimo, no sólo como a nosotros mismos, sino como Él lo ama: hasta dar la vida por quienes amamos. Es vivir con la gozosa esperanza de la resurrección en medio de las vicisitudes gozosas y penosas de este mundo, que está en dolores de parto para engendrar un mundo nuevo, transfigurado, resucitado.