III Domingo de Cuaresma - C / 28-02-2016

Evangelio,  Lucas 13, 1-9

En ese momento algunos le contaron a Jesús una matanza de galileos. Pilato los había hecho matar en el Templo, mezclando su sangre con la sangre de los sacrificios. Jesús les replicó: ¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas dieciocho personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se derrumbó, ¿creen ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, todos perecerán de igual modo. Jesús continuó con esta comparación: Un hombre tenía una higuera que crecía en medio de su viña. Fue a buscar higos, pero no los halló. Dijo entonces al viñador: "Mira, hace tres años que vengo a buscar higos a esta higuera, pero nunca encuentro nada. Córtala. ¿Para qué está consumiendo la tierra inútilmente? El viñador contestó: "Señor, déjala un año más y mientras tanto cavaré alrededor y le echaré abono. Puede ser que así dé fruto en adelante y, si no, la cortas".

Jesús niega que las catástrofes naturales y otras desgracias, tengan siempre como causa el pecado. No son más pecadores los que viven en zonas sísmicas o en tierras a la orilla del mar, trabajos de alta peligrosidad, que los pecadores que viven en zonas fuera de peligro.
Y menos aun se puede practicar esa mentalidad de sufrimiento o muerte como castigos de Dios por el pecado personal, como en el caso de millones y millones de inocentes sacrificados día a día antes de que vean la luz del sol, o inocentes muertos de hambre, violencia, destierro, guerras, catástrofes, enfermedades...
Convertirse es cambiar para mejorar la forma de ser, de sufrir, gozar, trabajar, pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar... Jesús nos invita a recapacitar y convertirnos para evitar la suprema desgracia de la infelicidad eterna, privados de la gloria de Dios y de todo bien, incluido lo que más amamos.
Convertirse es volverse con más intensidad de amor y gratitud hacia Dios, y de amor salvífico hacia el prójimo, lo cual es también auténtico amor hacia nosotros mismos, ya que con eso nos ponemos en el camino real de la felicidad terrena y eterna; felicidad que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser, tal vez sin darnos cuenta.
Convertirse no es buscar el sufrimiento por sí mismo, sino amar de tal manera que tengamos la fuerza y la esperanza gozosa frente a toda clase de sufrimiento. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido, tiene destino de felicidad temporal y eterna, si lo ofrecemos en unión con el Crucificado.
Es una gran necedad aplazar la conversión indefinidamente, porque la muerte nos sorprenderá cuando menos lo pensemos, con riesgo de llevarnos a la muerte segunda o eterna, donde el mayor tormento es la incapacidad de amar y de ser amados, por no haber querido amar: ¡En eso consiste el verdadero infierno!
Quien piense que no tiene necesidad de convertirse, señal de que no va por buen camino, y que necesita conversión urgente. No tanto por complacer a Dios, sino porque Dios se complace en perdonarnos, como en el caso del Hijo  Pródigo. Sólo son capaces de recibir el perdón quienes se lo piden de corazón y lo reciben con gratitud sincera, expresada con la conversión.
Jesús pone el ejemplo de la higuera de buena apariencia, pero sin frutos, y por eso merece ser cortada de raíz. La higuera es figura de nuestra persona, destinada por Dios para dar frutos abundantes de vida eterna, para sí mismo y para muchos otros. Pero si no producimos fruto, ¿cómo podremos esperar recompensa eterna?
La condición para producir frutos nos la indica el mismo Jesús: “Quien está unido a mi, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).

Éxodo 3,1-8. 13-15
Dios llamó a Moisés desde la zarza ardiente: "¡Moisés, Moisés!", y él respondió: "Aquí estoy." Yavé le dijo: "No te acerques más. Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada." Luego le dijo: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob." Al instante Moisés se tapó la cara, porque tuvo miedo de que su mirada se fijara sobre Dios. Yavé dijo: "He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos. Yo conozco sus sufrimientos, y por esta razón estoy bajando, para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil. Moisés contestó a Dios: "Si voy a los hijos de Israel y les digo que el Dios de sus padres me envía a ellos, si me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, yo ¿qué les voy a responder?" Dios dijo a Moisés: "Yo soy el que soy." "Así hablarás al pueblo de Israel: ´YO-SOY me ha enviado a ustedes’. Y también les dirás: ‘YAVE, el Dios de sus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado’”.

Dios revela a Moisés el nombre con el que desea ser llamado e invocado: “Yavé”, “Yo soy”, “Yo soy el que soy” (Éx 3, 14). El que existe por sí mismo. “Yavé”, es el Dios de todos los que lo reconocen y lo adoran en espíritu y en verdad. Es el Dios de la compasión y de la paciencia infinita ante nuestras debilidades y pecados.
Él es el Dios misericordioso que se hace presente en la vida de quienes sufren y lo invocan: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo 33).
Ante las masacres, los genocidios, las calamidades, las enfermedades, la muerte…, no podemos quedarnos en lamentos y condenas, y menos aun, echarle la culpa a Dios; mas bien se trata de imitar a Dios, llevando socorro y suplicándole que convierta el dolor y la muerte en fuente de justicia y de paz, de resurrección y vida eterna.
Esa es la actitud de Dios ante el sufrimiento de sus hijos.

1Corintios 10, 1-6.10-12
Les recordaré, hermanos, lo que ocurrió a nuestros antepasados. Todos estuvieron bajo la nube y todos atravesaron el mar. Todos recibieron ese bautismo de la nube y del mar, para que así fueran el pueblo de Moisés; y todos comieron del mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida espiritual; el agua brotaba de una roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Sin embargo, la mayoría de ellos no agradaron a Dios y sus cuerpos quedaron en el desierto. Todo esto sucedió para ejemplo nuestro, pues debemos guardarnos de los malos deseos que ellos tuvieron. Tampoco se quejen contra Dios, como se quejaron muchos de ellos y fueron eliminados por el ángel exterminador.

San Pablo nos invita a proyectar el pasado de los israelitas en nuestro presente: estamos bajo la misericordia de Dios, hemos recibido el bautismo que nos hizo miembros de la Iglesia de Jesucristo, estamos invitados a la conversión para recibir el perdón y la salvación; todos creemos en Cristo como único Salvador.
Sin embargo, no todos agradan a Dios, porque no basta con creer y cumplir externamente, y a la vez obrar por vanagloria o egoísmo, desconectados de Cristo: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que escucha la palabra de Dios y la cumple” (Mt 7, 21).
En la parábola, quienes alegaban haber predicado, hecho milagros y expulsado demonios en su nombre, el Señor les dice: “No los conozco, obradores de iniquidad” (Mt 7, 23).
Y san Pablo afirma que, por más fe que tengamos y por más obras buenas que realicemos, si no lo hacemos por amor y en unión con Cristo, de nada nos sirve, ni siquiera el evangelizar y recibir los sacramentos. ¡Es asunto serio y urgente!
La Palabra de Dios y los sacramentos nos ponen en el camino real de la vida eterna. Hay que valerse de esos medios de salvación para ser admitidos a la gloria eterna. Entonces, ¡manos a la obra!

vean la luz del sol, o inocentes muertos de hambre, violencia, destierro, guerras, catástrofes, enfermedades...
Convertirse es cambiar para mejorar la forma de ser, de sufrir, gozar, trabajar, pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar... Jesús nos invita a recapacitar y convertirnos para evitar la suprema desgracia de la infelicidad eterna, privados de la gloria de Dios y de todo bien, incluido lo que más amamos.
Convertirse es volverse con más intensidad de amor y gratitud hacia Dios, y de amor salvífico hacia el prójimo, lo cual es también auténtico amor hacia nosotros mismos, ya que con eso nos ponemos en el camino real de la felicidad terrena y eterna; felicidad que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser, tal vez sin darnos cuenta.
Convertirse no es buscar el sufrimiento por sí mismo, sino amar de tal manera que tengamos la fuerza y la esperanza gozosa frente a toda clase de sufrimiento. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido, tiene destino de felicidad temporal y eterna, si lo ofrecemos en unión con el Crucificado.
Es una gran necedad aplazar la conversión indefinidamente, porque la muerte nos sorprenderá cuando menos lo pensemos, con riesgo de llevarnos a la muerte segunda o eterna, donde el mayor tormento es la incapacidad de amar y de ser amados, por no haber querido amar: ¡En eso consiste el verdadero infierno!
Quien piense que no tiene necesidad de convertirse, señal de que no va por buen camino, y que necesita conversión urgente. No tanto por complacer a Dios, sino porque Dios se complace en perdonarnos, como en el caso del Hijo  Pródigo. Sólo son capaces de recibir el perdón quienes se lo piden de corazón y lo reciben con gratitud sincera, expresada con la conversión.
Jesús pone el ejemplo de la higuera de buena apariencia, pero sin frutos, y por eso merece ser cortada de raíz. La higuera es figura de nuestra persona, destinada por Dios para dar frutos abundantes de vida eterna, para sí mismo y para muchos otros. Pero si no producimos fruto, ¿cómo podremos esperar recompensa eterna?
La condición para producir frutos nos la indica el mismo Jesús: “Quien está unido a mi, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).

Éxodo 3,1-8. 13-15
Dios llamó a Moisés desde la zarza ardiente: "¡Moisés, Moisés!", y él respondió: "Aquí estoy." Yavé le dijo: "No te acerques más. Sácate tus sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada." Luego le dijo: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob." Al instante Moisés se tapó la cara, porque tuvo miedo de que su mirada se fijara sobre Dios. Yavé dijo: "He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos. Yo conozco sus sufrimientos, y por esta razón estoy bajando, para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil. Moisés contestó a Dios: "Si voy a los hijos de Israel y les digo que el Dios de sus padres me envía a ellos, si me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, yo ¿qué les voy a responder?" Dios dijo a Moisés: "Yo soy el que soy." "Así hablarás al pueblo de Israel: ´YO-SOY me ha enviado a ustedes’. Y también les dirás: ‘YAVE, el Dios de sus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado’”.

Dios revela a Moisés el nombre con el que desea ser llamado e invocado: “Yavé”, “Yo soy”, “Yo soy el que soy” (Éx 3, 14). El que existe por sí mismo. “Yavé”, es el Dios de todos los que lo reconocen y lo adoran en espíritu y en verdad. Es el Dios de la compasión y de la paciencia infinita ante nuestras debilidades y pecados.
Él es el Dios misericordioso que se hace presente en la vida de quienes sufren y lo invocan: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha” (Salmo 33).
Ante las masacres, los genocidios, las calamidades, las enfermedades, la muerte…, no podemos quedarnos en lamentos y condenas, y menos aun, echarle la culpa a Dios; mas bien se trata de imitar a Dios, llevando socorro y suplicándole que convierta el dolor y la muerte en fuente de justicia y de paz, de resurrección y vida eterna.
Esa es la actitud de Dios ante el sufrimiento de sus hijos.

1Corintios 10, 1-6.10-12
Les recordaré, hermanos, lo que ocurrió a nuestros antepasados. Todos estuvieron bajo la nube y todos atravesaron el mar. Todos recibieron ese bautismo de la nube y del mar, para que así fueran el pueblo de Moisés; y todos comieron del mismo alimento espiritual y bebieron la misma bebida espiritual; el agua brotaba de una roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Sin embargo, la mayoría de ellos no agradaron a Dios y sus cuerpos quedaron en el desierto. Todo esto sucedió para ejemplo nuestro, pues debemos guardarnos de los malos deseos que ellos tuvieron. Tampoco se quejen contra Dios, como se quejaron muchos de ellos y fueron eliminados por el ángel exterminador.

San Pablo nos invita a proyectar el pasado de los israelitas en nuestro presente: estamos bajo la misericordia de Dios, hemos recibido el bautismo que nos hizo miembros de la Iglesia de Jesucristo, estamos invitados a la conversión para recibir el perdón y la salvación; todos creemos en Cristo como único Salvador.
Sin embargo, no todos agradan a Dios, porque no basta con creer y cumplir externamente, y a la vez obrar por vanagloria o egoísmo, desconectados de Cristo: “No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que escucha la palabra de Dios y la cumple” (Mt 7, 21).
En la parábola, quienes alegaban haber predicado, hecho milagros y expulsado demonios en su nombre, el Señor les dice: “No los conozco, obradores de iniquidad” (Mt 7, 23).
Y san Pablo afirma que, por más fe que tengamos y por más obras buenas que realicemos, si no lo hacemos por amor y en unión con Cristo, de nada nos sirve, ni siquiera el evangelizar y recibir los sacramentos. ¡Es asunto serio y urgente!
La Palabra de Dios y los sacramentos nos ponen en el camino real de la vida eterna. Hay que valerse de esos medios de salvación para ser admitidos a la gloria eterna. Entonces, ¡manos a la obra!