V DOMINGO DE CUARESMA


Quien esté sin pecado, arrógele la primera piedra




V Domingo de Cuaresma - C/13-03.2016

Juan 8, 1-11


Los maestros de la Ley y los fariseos le presentaron a Jesús una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La colocaron en medio le dijeron: "Maestro, esta mujer es una adúltera y ha sido sorprendida en el acto. En un caso como este, la Ley de Moisés ordena matar a pedradas a la mujer. Tú, ¿qué dices?" Le hacían esta pregunta para ponerlo en dificultades y tener algo de qué acusarlo. Pero Jesús se inclinó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como ellos insistían en preguntarle, se enderezó y les dijo: "Aquél de ustedes que no tenga pecado, que le arroje la primera piedra."  Se inclinó de nuevo y siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos, hasta que se quedó Jesús solo con la mujer, que seguía de pie ante él. Entonces se enderezó y le dijo: "Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor." Y Jesús le dijo: “Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no peques más”.

Quienes acusan y condenan, lo hacen porque se consideran mejores que los demás, haciéndose la ilusión que con airear los pecados ajenos se cubren los propios. Mas quienes acusaban a la mujer adúltera ante Jesús, tenían una intención perversa bajo la máscara de celo por la Ley: poner a Jesús en un aprieto legal religioso y político para condenarlo.

Si se ponía a favor de la ley de apedrear, su fama de hombre bueno y compasivo, misericordioso se desmoronaba, y además podía ser denunciado a los romanos, que habían privado a los judíos del derecho a aplicar la pena de muerte. Si se pronunciaba en contra de la ley, le hubieran denunciado al Sanedrín, y además se demostraría que no era el Mesías verdadero, pues estaría en contra de la Ley.  Los acusadores habían planeado bien la trampa, seguros de que no iba a fallar.

Pero Jesús no les responde. En silencio, se pone a escribir en el suelo con el dedo. Y de repente los encara: “Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8, 1-7). Jesús les niega el derecho a erigirse en jueces y a la vez se niega a condenar a la mujer, dándoles así una doble lección de misericordia y de justicia. Abochornados, se retiran uno tras otro. Empezando por los más viejos y adúlteros presentes, que merecían la misma condena que pedían para la adúltera. Los acusadores se ven acosados.

¿No es frecuente y cotidiana, también entre tantos católicos de misa y comunión –pecadores como los demás- la misma o parecida bochornosa escena? ¿Quién de nosotros no ha sido cómplice alguna vez de tanto cinismo hipócrita? ¿Cómo se puede rezar el Padrenuestro y pedir perdón con una conciencia tan mezquina?

Jesús no condena la conducta de la adúltera, pero tampoco la aprueba, sino que le pide conversión, que deje de hacerse daño a sí misma y a otros. Y seguro que con aquella delicadeza y aquella mirada de misericordia, se vio curada para siempre. Ya no tendría más necesidad de llenar el vacío de su vida con pecados y pecadores.

Los cristianos debemos ser testigos al estilo de Jesús. El perdón es la única medicina contra el pecado y la discordia. No es cristiano –seguidor de Cristo– quien condena al pecador y deja de luchar contra todo pecado. Es verdadero cristiano quien, con el ejemplo, la oración, la palabra, y el perdón contribuye a la conversión del pecador y de sí mismo.

Tenemos que dejar ese antiguo oficio: confesar y condenar los pecados ajenos. Aunque no usemos piedras, sino fango y veneno de la lengua y del corazón. Hay que dejar de pecar y dedicarse a implantar la cultura pascual del amor, de la misericordia y del perdón. Es el mejor servicio al mundo, a la sociedad, a la familia, al que peca, y a Dios mismo.
P. Jesús Álvarez, ssp



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CONVERTIRSE PARA NO PERECER




Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia.
Es fuente de alegría, serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación (Papa Francisco, Documento “El rostro de la misericordia”, núm. 2) 

Evangelio,  Lucas 13, 1-9
En ese momento algunos le contaron a Jesús una matanza de galileos. Pilato los había hecho matar en el Templo, mezclando su sangre con la sangre de los sacrificios. Jesús les replicó: ¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas dieciocho personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se derrumbó, ¿creen ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, todos perecerán de igual modo. Jesús continuó con esta comparación: Un hombre tenía una higuera que crecía en medio de su viña. Fue a buscar higos, pero no los halló. Dijo entonces al viñador: "Mira, hace tres años que vengo a buscar higos a esta higuera, pero nunca encuentro nada. Córtala. ¿Para qué está consumiendo la tierra inútilmente? El viñador contestó: "Señor, déjala un año más y mientras tanto cavaré alrededor y le echaré abono. Puede ser que así dé fruto en adelante y, si no, la cortas".  
Jesús niega que las catástrofes naturales y otras desgracias, tengan siempre como causa el pecado. No son más pecadores los que viven en zonas sísmicas o en tierras a la orilla del mar, trabajos de alta peligrosidad, que los pecadores que viven en zonas fuera de peligro.
Y menos aun se puede practicar esa mentalidad de sufrimiento o muerte como castigos de Dios por el pecado personal, como en el caso de millones y millones de inocentes sacrificados día a día antes de que vean la luz del sol, o inocentes muertos de hambre, violencia, destierro, guerras, catástrofes, enfermedades...

Convertirse es cambiar para mejorar la forma de ser, de sufrir, gozar, trabajar, pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar... Jesús nos invita a recapacitar y convertirnos para evitar la suprema desgracia de la infelicidad eterna, privados de la gloria de Dios y de todo bien, incluido lo que más amamos.

Convertirse es volverse con más intensidad de amor y gratitud hacia Dios, y de amor salvífico hacia el prójimo, lo cual es también auténtico amor hacia nosotros mismos, ya que con eso nos ponemos en el camino real de la felicidad terrena y eterna; felicidad que buscamos desde lo más profundo de nuestro ser, tal vez sin darnos cuenta. 

Convertirse no es buscar el sufrimiento por sí mismo, sino amar de tal manera que tengamos la fuerza y la esperanza gozosa frente a toda clase de sufrimiento. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido, tiene destino de felicidad temporal y eterna, si lo ofrecemos en unión con el Crucificado. 

Es una gran necedad aplazar la conversión indefinidamente, porque la muerte nos sorprenderá cuando menos lo pensemos, con riesgo de llevarnos a la muerte segunda o eterna, donde el mayor tormento es la incapacidad de amar y de ser amados, por no haber querido amar: ¡En eso consiste el verdadero infierno!

Quien piense que no tiene necesidad de convertirse, señal de que no va por buen camino, y que necesita conversión urgente. No tanto por complacer a Dios, sino porque Dios se complace en perdonarnos, como en el caso del Hijo  Pródigo. Sólo son capaces de recibir el perdón quienes se lo piden de corazón y lo reciben con gratitud sincera, expresada con la conversión. 

Jesús pone el ejemplo de la higuera con buena apariencia, pero sin frutos, y por eso merece ser cortada de raíz. La higuera es figura de nuestra persona, destinada por Dios para dar frutos abundantes de vida eterna, para sí mismo y para muchos otros. Pero si no producimos fruto, ¿cómo podremos esperar recompensa eterna?

La condición para producir frutos nos la indica el mismo Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).

P. JesúsÁlvarez, ssp