Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La paz esté con ustedes! Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a ustedes. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a quienes absuelvan de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.

Hoy es el cumpleaños de nuestra Madre la Iglesia, que nació el día de Pentecostés por obra del Espíritu Santo, a semejanza de cómo Jesús había nacido de María. Ella presidió, durante diez días, la oración de los apóstoles, pidiendo  la venida del Paráclito.
El Espíritu Santo, tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el que hizo surgir toda la creación y la conserva a través de millones y millones de años. El Espíritu Santo no es una paloma, si no un simpe símbolo a través del cual se manifestó en el bautismo de Jesús, mientras que el día de Pentecostés se manifestó en forma de viento fuerte y lenguas de fuego.
La imagen más apropiada de él es: vida, amor, alegría, luz, calor, aire, agua, brisa, don, consuelo, dulce huésped, descanso, gozo, aliento, fortaleza, libertad, paz; y su misión específica es dar vida, crear, fortalecer, alentar, regar, sanar, lavar, guiar, transformar, liberar, salvar, resucitar…
Jesús dice a sus discípulos: “Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes” (Jn 20, ,21). Y los cristianos somos también sus discípulos. No es una misión en exclusiva de la jerarquía o el clero, sino también para todo cristiano, por el mero hecho de ser cristiano -nombre que significa persona unida a Cristo-, portadora de Cristo, testigo de Cristo Resucitado.
Como el miedo y la cobardía “encerró” a los discípulos de Jesús en el Cenáculo, así los pastores y los fieles que acojan a Cristo resucitado, presente en medio de ellos con su Espíritu, serán llenados de paz, alegría, fortaleza y seguridad, y no caerán en la inutilidad y en el escándalo. Jesús nos garantiza: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin” (Mt 28, 20); “Quien vive unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Nada que produzca frutos de salvación para sí y para muchos otros.
Ser testigos de Jesús no se reduce a repetir sus palabras y su doctrina, sino que, sobre todo, es necesario imitarlo en sus actitudes y obras, acogerlo en la vida, darlo a conocer; lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo, como lo afirma san Pablo: “Ni siquiera podemos decir: 'Jesús es el Señor', si no es bajo la inspiración del Espíritu Santo” (1Cor. 12, 3). “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm. 8, 9).Sin su ayuda, nada bueno hay en el hombre, nada inocente” (Himno al Espíritu Santo, Lit. de las hrs.).  
Estas claras verdades son Palabra infalible de Dios, que nos iluminan, orientan y fortalecen, en el camino hacia la eternidad. ¿O tal vez nos denuncian nuestros extravíos que nos arrastran hacia una eternidad de tormentos? Es inaplazable revisar nuestra vida cristiana, para constatar en serio si nos lleva de verdad por el camino del Paraíso eterno, o del tormento eterno.
Por eso nuestra primera y principal ocupación y preocupación tiene que ser la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; todo lo demás es relativo, acaba en el vacío, por muy bueno e importante que sea.
San Pablo nos asegura la meta y el premio: “El mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también sus cuerpos mortales por obra de su Espíritu que habita en ustedes (Romanos 8,11). Ése es nuestro glorioso destino, nuestro premio eterno, con la Familia de la Santísima Trinidad.
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