C
/ 28-8-2016
Lucas 14,
1. 7-14
Un sábado Jesús
fue a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y éstos estaban
espiándolo. Mirando cómo los convidados escogían los primeros puestos, les dijo
esta parábola: Cuando te inviten a un banquete de
bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que haya algún otro invitado
más importante que tú, y el que los invitó a los dos, venga a decirte: “Déjale
el lugar a éste”, y tengas que ir a ocupar, lleno de vergüenza, el último
asiento. Por el contrario, cuando te inviten, ocupa el último lugar, para que
cuando venga el que te invitó, te diga: “Amigo, acércate a la cabeza de mesa”. Entonces te verás honrado en presencia de todos los convidados. Porque el que
se ensalza a sí mismo, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y así serás
dichoso, porque ellos no pueden pagarte; pero se te pagará cuando resucites con
los justos.
Jesús aprovechó la
escena del banquete para darles una lección a los fariseos, y también a
nosotros. El Maestro nos coloca en la perspectiva
del banquete eterno del Reino en la Casa del Padre; banquete que El
presidirá y al que todos estamos invitados, pero donde los
primeros puestos serán ocupados por quienes aquí fueron los últimos: los
sencillos, pobres, marginados, hambrientos, perseguidos, víctimas de todos los
vicios de los orgullosos. En el Reino eterno, vale más estar entre los necesitados,
y no entre los que aquí fueron los primeros.
La frecuente y
vergonzosa lucha por escalar los primeros puestos (los trepas) en la Iglesia,
está en abierta contradicción con el Reino de Jesús,
con su Banquete eterno, cuando la primacía será invertida: los que excluyeron al
pobre, serán excluidos para toda la eternidad.
La parábola se
puede aplicar al banquete eucarístico, donde
Jesús mismo se da como alimento a sus humildes seguidores. Y donde no hace
falta pelearse por los primeros puestos, también porque son
muy pocos los que comulgan, y donde Jesús mismo coloca en los primeros
puestos a todos los que lo acogen de corazón en su vida terrena.
El Cuerpo de
Cristo, recibido con fe y amor en la Eucaristía, se hace garantía del banquete eterno, si a la vez se
comparte su misión salvadora y se vive en comunión con el prójimo necesitado. “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este
pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 51).
Los
privilegiados de este mundo
no pueden esperar a que en el Reino de los cielos se repitan los privilegios
sociales, económicos y religiosos de aquí abajo.
Los humildes y
sencillos son los únicos que saben ocupar su lugar de criaturas ante Dios, ante
los demás y en la creación, pues reconocen que todo
lo que son, tienen, aman, gozan y esperan, es don gratuito del amor del Padre,
y no derecho de méritos propios. Ellos gozan experimentando que hay mayor
felicidad en dar que en recibir.
Comer con Jesús es
un gran privilegio; alimentarse de Jesús en la Eucaristía, es un gran milagro
de vida eterna; socorrer a Jesús en la persona de los pobres, es la condición
necesaria para compartir con ellos el banquete eterno, que constituye el éxito total de
nuestra existencia terrena.
P.
Jesús Álvarez, ssp