EL FARISEO Y EL PUBLICANO
Jesús, al ver que algunos
estaban convencidos de ser justos y despreciaban a los demás, les narró esta
parábola: “Dos hombres subieron al Templo a orar.
Uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba en su
interior de esta manera: Oh Dios, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos,
adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy la décima
parte de todos mis ingresos. Mientras tanto
el publicano se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo,
sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Dios
mío, ten compasión de mí, que soy un pecador».
Yo les digo que este último regresó a su casa en gracia de Dios, pero el
fariseo no. Porque el que se enorgullece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido.
El
fariseo se creía bueno, pero oró mal.
Al contrario, ni siquiera oró, si no que le presentó a Dios la factura de sus
méritos. Mientras el publicano, que se reconocía pecador, como lo que en realidad era, oró bien, reconociendo su condición de pecador y manifestando
su deseo confiado de perdón y conversión.
Dios
escuchó la oración del publicano, que inició una vida de conversión; y el
fariseo salió más pecador, pues oró con los labios y no con el corazón.
Es imposible que haga oración verdadera quien se jacta de ser justo,
que cree no tener nada de qué arrepentirse y tampoco nada que agradecer a Dios. El fariseísmo es
el cáncer de la oración y de la vida cristiana.
La
autosuficiencia hipócrita induce a creer que se puede ser cristianos sin amar a Cristo Resucitado presente, en persona, y sin amar al prójimo. La oración no
es un rito vacío, sin sentido. La oración “es
encuentro de amistad con Quien sabemos que nos ama” (Santa Teresa de
Ávila).
La
verdadera oración y contemplación nos lleva a interesarnos por la real
promoción de los valores del reino de Dios: la vida y la verdad, la justicia y
la paz, la libertad y la solidaridad, el amor y la alegría. La oración se
convierte así en amor social y en política evangélica. Empezando por la
familia.
La oración verdadera nunca es tiempo perdido, sino el tiempo más
rentable, porque renta para la vida eterna. Cuando oramos de corazón, Dios
trabaja por nosotros, dando eficacia de salvación a nuestra vida y a las obras de
nuestras pequeñas manos: “Quien está unido a
mí, produce mucho fruto” (Jn
15, 5).
Es
necesario darse un tiempo de oración cada día, en el que nos presentemos ante Dios
libres de ocupaciones, preocupaciones y trabajos, para que Él pueda
entrar en nuestras vidas y tareas diarias, y les dé valor eterno de salvación.
La Eucaristía es la oración máxima de la Iglesia y del cristiano, sacramento
de la presencia viva y del amor salvador de Jesús resucitado. Es la oración más
eficaz que podamos hacer por nosotros y por los otros, vivos y difuntos.
Necesitamos
orar continuamente para vivir orientados hacia la
Fuente de todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.
Oraciones, jaculatorias, invocaciones, acción de gracias, adoración, petición
de perdón, Visita Eucarística... En eso reside la verdadera felicidad. Vale la
pena intentarlo en serio, con la gozosa esperanza de la Fiesta Eterna.
En
toda oración pidamos al Espíritu Santo que “ore en nosotros con gemidos inefables, pues no sabemos pedir
como conviene” (Rom 8, 26), y supliquemos a María que
presente a Dios nuestras vidas y nuestras oraciones, como si fueran suyas.
P. Jesús Álvarez, ssp