LA FELICIDAD QUE BUSCAMOS




Todos los Santos

Jesús, al ver toda aquella muchedumbre, subió al cerro. Se sentó y sus discípulos se reunieron a su alrededor. Entonces comenzó a hablar y les enseñaba diciendo: Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran, porque recibirán consuelo. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levanten toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrense contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vivieron antes de ustedes. Mt 5,1-12

Hoy celebramos a todos los santos que han alcanzado la gloria del cielo, aunque no han sido canonizados o declarados santos por la Iglesia.

Por lo general, se asocia la santidad al sufrimiento, pero en realidad la santidad es igual a felicidad en el tiempo y en la eternidad. La santidad verdadera convierte en felicidad el mismo sufrimiento e incluso la muerte. Dios es el Santo de los santos, el felicísimo y fuente de toda felicidad.

El santo es una persona de carne y hueso, que ha encontrado la libertad, la alegría profunda de vivir y el sentido pascual de la muerte.

La santidad no la hacen los milagros ni los éxtasis ni las penitencias. Estas cosas pueden ser medios o fruto de la santidad. La santidad es sencillamente vivir unidos a Cristo amando a Dios y al prójimo. Y eso está al alcance de todos; y todos estamos llamados a esa santidad.

Santos han sido, son y serán quienes han buscado y alcanzado la plenitud de la vida y la felicidad en las fuentes que Cristo mismo señaló: las bienaventuranzas.

Mansos son quienes aceptan con paz sus limitaciones y las ajenas, con la mirada puesta en Dios que ensalza a los humildes.
Los sufridos felices son quienes viven y ofrecen, con paciencia, paz y esperanza el sufrimiento causado por la enfermedad, por el pecado propio y ajeno, por las fuerzas del mal, y por la muerte, que es paso a la vida eterna.
Los hambrientos y sedientos de justicia son los que piden a Dios que salga en su defensa frente a la injusticia, y a la vez luchan por la justicia.
Los misericordiosos son quienes imitan la conducta de Dios Padre para con el prójimo: su amor, compasión, misericordia, perdón, ayuda...
Los limpios de corazón obran y viven con transparencia, sin intenciones dobles e inconfesables, sin hipocresía y sin falsas apariencias.
Los que trabajan por la paz quienes luchan con Cristo, Príncipe de la Paz, por establecer la paz en el corazón, en el hogar, en la Iglesia y en el mundo.
Los perseguidos por la justicia son quienes sufren por hacer el bien.
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Ahí está la felicidad que buscamos. Jesús no nos engaña. Todo lo contrario: él quiere todo lo mejor para nosotros. Creámosle.

Apoc 7, 2-4.9.-14. - Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil pertenecientes a todas las tribus de Israel. Después de esto, vi una enorme muchedumbre imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente: “¡La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero!”. Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo: “¡Amén! ¡Alabanza, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!”. Y uno de los ancianos me preguntó: “¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?”. Yo le respondí: “Tú lo sabes, Señor”. Y él me dijo: “Estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero”.

El Apocalipsis pre
senta una escena grandiosa del paraíso, donde se encuentra el pueblo elegido de Israel y multitudes que nadie puede contar, elegidos de todas las naciones, razas, lenguas y tiempos.

Todos ellos, unidos a la multitud de ángeles y arcángeles, alaban, cantan, dan gracias y aman a su Creador, que ha querido compartir con ellos su infinita felicidad eterna y la belleza fascinante de toda la creación.

Entre todos destacan por su hermosura y felicidad los mártires, con sus vestidos blancos, lavados en la sangre de Cristo, el Cordero inmolado.

Que toda nuestra vida esté orientada hacia la felicidad eterna del paraíso, donde gozaremos y veremos a Dios “cara a cara, tal cual es”. “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” amando al prójimo. Es la felicidad por la que suspira todo nuestro ser desde lo más profundo. No nos la juguemos neciamente.

1Jn 3,1-3. - Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente. Si el mundo no nos reconoce, es porque no lo ha reconocido a él. Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. El que tiene esta esperanza en él, se purifica, así como él es puro.

A veces puede parecernos absurdo que Dios se interese por cada uno de nosotros, hasta el punto de creer imposible que Dios pueda tenernos como hijos suyos muy queridos, y lo seamos de verdad.

Esa incredulidad se debe a que no se reconoce a Dios lo suficiente, su infinita misericordia y su amor sin límites. Y no sólo somos simples hijos adoptivos, sino verdaderos, porque tanto la vida natural como la sobrenatural es puro don de su amor infinito.

Pero, además, Dios es nuestra herencia eterna. Nos quiere con él para que lo veamos y gocemos tal cual es, haciéndonos semejantes a él en belleza y felicidad. ¿Podremos arriesgar esa infinita herencia?

P. Jesús Álvarez, ssp

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