"¡Vengan, benditos de mi Padre..!"
“La muerte no es el final de la vida, sino el principio de la vida sin final”, para quienes hayan pasado por la vida haciendo el bien por amor, que vence la muerte y desemboca en resurrección y gloria. "Tuve hambre..., estuve desnudo..., en la cárcel..., enfermo... y ustedes me socorrieron. Vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes desde el principio del mundo", dice Jesús.
Creo que fue san Agustín quien dijo: “Los muertos no están ausentes, sino presentes, con sus ojos llenos de gloria fijos en nuestros ojos llenos de lágrimas”.
Jesús aseguró: “Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y quien estando vivo cree en mí, no morirá para siempre”; “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
San Pablo a quien le pregunta con qué cuerpo vamos a resucitar, responde con una semejanza que nos aproxima al misterio de la resurrección: “La planta que brota de la semilla es muy superior a la semilla que se pudre en la tierra”.
La resurrección de los muertos tiene su cusa en la Resurrección de Jesús quien, de la semilla de este cuerpo físico que se pudre en la tumba, sacará y nos dará “un cuerpo glorioso como el suyo”, capaz de gozar de su misma felicidad eterna. El cuerpo físico es incapaz de tanta felicidad.
Nuestros difuntos no están en el cementerio, pues ahí sólo están las cenizas de la semilla sembrada. Tenemos que levantar el pensamiento y el corazón para contactar con nuestros difuntos de una manera más real, y buscarlos más allá y más arriba del cementerio y más cercanos a nosotros.
Quien no cree en la resurrección de Cristo ni en la de los muertos, es un gran infeliz, pues “si nuestra esperanza en Cristo resucitado acaba con esta vida, somos los más desdichados de los hombres”, asegura san Pablo.
Tenemos que fijar nuestros ojos y poner nuestro corazón en “nuestros” bienes eternos, de modo que suspiremos por ellos, a fin de que Cristo resucitado pueda saciar gratuitamente nuestra sed de gozarlos para siempre como hijos de Dios. “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”, confesaba san Pablo.
Creo que fue san Agustín quien dijo: “Los muertos no están ausentes, sino presentes, con sus ojos llenos de gloria fijos en nuestros ojos llenos de lágrimas”.
Jesús aseguró: “Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y quien estando vivo cree en mí, no morirá para siempre”; “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
San Pablo a quien le pregunta con qué cuerpo vamos a resucitar, responde con una semejanza que nos aproxima al misterio de la resurrección: “La planta que brota de la semilla es muy superior a la semilla que se pudre en la tierra”.
La resurrección de los muertos tiene su cusa en la Resurrección de Jesús quien, de la semilla de este cuerpo físico que se pudre en la tumba, sacará y nos dará “un cuerpo glorioso como el suyo”, capaz de gozar de su misma felicidad eterna. El cuerpo físico es incapaz de tanta felicidad.
Nuestros difuntos no están en el cementerio, pues ahí sólo están las cenizas de la semilla sembrada. Tenemos que levantar el pensamiento y el corazón para contactar con nuestros difuntos de una manera más real, y buscarlos más allá y más arriba del cementerio y más cercanos a nosotros.
Quien no cree en la resurrección de Cristo ni en la de los muertos, es un gran infeliz, pues “si nuestra esperanza en Cristo resucitado acaba con esta vida, somos los más desdichados de los hombres”, asegura san Pablo.
Tenemos que fijar nuestros ojos y poner nuestro corazón en “nuestros” bienes eternos, de modo que suspiremos por ellos, a fin de que Cristo resucitado pueda saciar gratuitamente nuestra sed de gozarlos para siempre como hijos de Dios. “Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir”, confesaba san Pablo.
Le mejor que podemos hacer por los difuntos, no es llevar flores a las cenizas del cementerio, sino hacerles llegar a sus personas vivas el auxilio y alivio de nuestra oración y sufrimientos ofrecidos para que pasen a la visión y a la gloria de Dios. Pero no hay flores, ni oración ni sacrificio que pueda ayudarlos como la Eucaristía y la comunión ofrecidas por ellos.
Y la Eucaristía hay que ofrecerla también por los enfermos y los sanos para que, cuando les o nos llegue la hora, pasemos a la resurrección y a la gloria con un cuerpo glorioso, en premio de haber ofrecido la vida por aquellos que Dios ha puesto en nuestro camino, vivos y difuntos, para que les ayudemos a alcanzar la gloria. “Quien pierda la vida por causa mía, la salvará”. ´La salvación de nuestro prójimo es causa de Cristo.
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Etonces sí gozaremos eternamente con los que nos precedieron y los que nos seguirán, en la inmensa Casa eterna del Padre de todos. No podemos arriesgar para siempre tanta felicidad.
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P.J.A.
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