ALÉGRATE, ALÉGRANOS, LLENA DE GRACIA



LA INMACULADA, esperanza y garantía de redención

8-12-2009

Llegó el ángel Gabriel hasta María y le dijo: - Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás. María entonces dijo al ángel: - ¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre? Contestó el ángel: - El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. (Lc. 1,26-38)

La solemnidad de la Inmaculada al principio del adviento no es pura coincidencia, sino que forma parte del misterio del adviento: por María Inmaculada viene al mundo el Salvador. La Inmaculada es el símbolo y la primicia de la humanidad redimida y el fruto más espléndido de la obra redentora de Cristo.

La concepción inmaculada de María es una verdad firme de nuestra fe católica, que la Iglesia acoge y propone apoyándose en la experiencia de fe vivida durante siglos por el Pueblo de Dios. Es una grandiosa iniciativa del amor salvador de Dios que supera la inteligencia y la capacidad expresiva del lenguaje humano.
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Este admirable don de Dios abre al hombre la esperanza de poder realizar sus aspiraciones más hondas e imperecederas de felicidad, propias del “reinado de Cristo que no terminará jamás”.

¿Quién puede no desear compartir eternamente con nuestra Madre María la transparencia, la alegría, la belleza, la plenitud, la gracia de ser Inmaculada? Ella es la garantía de que un día seremos como ella, si acogemos con fe y amor al fruto de su vientre, Cristo Jesús, único Salvador.

La verdadera devoción a la Virgen consiste en imitarla en esta vocación y misión: acoger en nuestro corazón y en nuestras vidas a Cristo, vivir la experiencia de su presencia en nosotros, para darlo a los otros con el ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la alegría, el amor, la fe y la esperanza.
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En la Comunión eucarística recibimos al mismo Jesús que María acogió en la Anunciación. Y si lo acogemos con fe, amor y pureza de corazón, lo daremos sin duda a los otros, aunque no nos demos cuenta.

Entonces produciremos frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido a mí, produce mucho fruto”, como asegura el mismo Jesús. María fue la criatura más unida a Cristo, y por eso la que produjo el máximo fruto de salvación para la humanidad: Jesús, que es “el fruto bendito de su vientre”.

María Inmaculada es el signo de la meta a la que Dios nos llama: la victoria eterna sobre el pecado, sobre el mal y la muerte, la cual por Cristo se hace puerta de la resurrección y de la gloria eterna que Dios tiene preparada para quienes lo aman.

El mal, el pecado existen en nuestro corazón y a nuestro alrededor, en la familia, en la Iglesia y en la sociedad: la injusticia, la prepotencia, la violencia, las violaciones, la corrupción, el holocausto de inocentes no nacidos y nacidos, la indiferencia, el placer egoísta a costa del sufrimiento ajeno, el divorcio, el odio, la guerra, el dominio despótico sobre los más débiles...

Pero el mal y el pecado, con todas sus consecuencias, se vencen sólo “a golpes” de bien, en unión con Cristo y con María Inmaculada, que tienen en su mano la victoria segura sobre todo mal y sobre la misma muerte.

La presencia de Jesús victorioso, formado también en nosotros por el Espíritu Santo, y la presencia maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Donde está Jesús, allí está María, Madre suya y madre nuestra.

Gn 3, 9-15. 20. - Después que el hombre y la mujer comieron del árbol que Dios les había prohibido, el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?» «Oí tus pasos por el jardín», respondió él, «y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí». Él replicó: «¿Y quién te dijo que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol que yo te prohibí?». El hombre respondió: «La mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él». El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí». Y el Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho esto, maldita seas entre todos los animales domésticos y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre, y comerás polvo todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón». El hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes.

El pecado original no consistió en comer una manzana (la cual es sólo un símbolo), sino pretender ser como Dios prescindiendo de Dios y haciendo caso al enemigo de Dios. Y ése sigue siendo el pecado del hombre en todos los tiempos, seducido por las serpientes del orgullo, del poder, del dinero y del placer, que perturban las relaciones entre Dios, el hombre y la mujer.

Al sentirse culpable, el hombre culpa a la mujer, y la mujer culpa a la serpiente. Y la escena se repite a diario a través de la historia: echar la culpa al otro para evadir la propia responsabilidad. Pero sólo reconociendo la propia culpa y detestándola ante Dios, podremos recuperar la paz y podremos volver a mirar sin miedo a Dios y vivir en amistad gozosa con él.

Dios maldice a la serpiente, pero no maldice al hombre y a la mujer, aunque deban soportar el dolor y el duro trabajo para sobrevivir a causa de su pecado. El hombre es responsable del pecado de poner los bienes creados por Dios en el lugar que le corresponde a Dios en el corazón y en la vda.

Pero el hombre y la mujer no sólo son pecadores, sino también víctimas del pecado propio y ajeno; mas también son capaces de vencer el pecado y sus consecuencias, volviéndose a Dios y uniéndose a Jesús y a María en la lucha victoriosa contra el mal, el pecado y la muerte.


Ef 1, 3-6. 11-12 - Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales en el cielo, y nos ha elegido en Él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido. En Él hemos sido constituidos herederos, y destinados de antemano --según el previo designio del que realiza todas las cosas conforme a su voluntad-- a ser aquellos que han puesto su esperanza en Cristo, para alabanza de su gloria.

A partir del pecado original y a pesar de él, Dios traza su proyecto de salvación a favor de la humanidad, para devolver al hombre la categoría sublime de hijo suyo en su Hijo, hecho Hijo de María, para que el hombre sea heredero de todos los bienes de su reino, de la misma vida de Dios y de su gloria.

El destino del hombre es dar gloria a Dios, y no porque Dios necesite la gloria y alabanza del hombre, sino porque el hombre encuentra su plena realización y su total felicidad al reconocer, agradecer y alabar a Dios, pues sólo así se hace semejante a Dios en grandeza y felicidad.

La fuente y el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad eterna, es la santidad. Pero se debe entender y experimentar en qué consiste esta santidad: simplemente en la unión real con Cristo resucitado presente.

San Pablo lo experimentó a la perfección: “Para mí la vida es Cristo”; “No soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí”. Jesús lo expresó así: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”, y se entiende: fruto de santidad y salvación. Santidad es sinónimo de felicidad plena, total, en el tiempo y en la eternidad.

P. Jesús Álvarez, ssp
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