VERÁN LA SALVACIÓN DE DIOS



Domingo 2º adviento-C / 6-12-2009

Era el año quince del reinado del emperador Tiberio. Poncio Pilato era gobernador de Judea, Herodes gobernaba en Galilea, su hermano Filipo en Iturea y Traconítide, y Lisanias en Abilene; Anás y Caifás eran los jefes de los sacerdotes. En este tiempo la palabra de Dios le fue dirigida a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Juan empezó a recorrer toda la región del río Jordán, predicando bautismo y conversión, para obtener el perdón de los pecados. Esto ya estaba escrito en el libro del profeta Isaías: “Oigan ese grito en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos. Las quebradas serán rellenadas y los montes y cerros allanados. Lo torcido será enderezado, y serán suavizadas las asperezas de los caminos. Todo mortal entonces verá la salvación de Dios”. (Lc. 3, 1-6).

La predicación de Juan Bautista, precursor y anunciador del Mesías, se realiza en situaciones políticas, sociales y religiosas bien concretas, donde abunda la hipocresía, la corrupción, la opresión, la explotación, la manipulación, con el consiguiente sufrimiento para el pueblo sencillo y pobre. Y hoy la historia se repite.

El Bautista denuncia esas injusticias e invita a los responsables a que se conviertan, y trabajen por eliminar las diferencias escandalosas entre las clases sociales y religiosas, entre razas y naciones: allanar cerros, enderezar senderos, suavizar las asperezas creadas por el egoísmo, la prepotencia, la corrupción...

Hoy la palabra de Juan y sus denuncias son de absoluta actualidad. La Palabra de Dios sigue iluminando y cuestionando la historia, la vida social, política, religiosa, familiar e individual. Y llama a la conversión a todos los que se creen con derecho a gozar y enriquecerse a costa del sufrimiento y de la miseria de sus hermanos, desde el hogar al ámbito internacional.

La noticia de que el Mesías está para entrar en la historia, es una buena nueva esperada, deseada por quienes sufren; pero a la vez indeseada, temida y rechazada por quienes gozan a costa del sufrimiento ajeno, pues el Mesías liberador y salvador viene a dar la cara por los pobres y a ponerse, con todo su poder y su amor, al lado de los que sufren injusticia.

Los que tienen el poder de la autoridad y del dinero, individuos, grupos o naciones, imponen leyes y costumbres que les favorecen a ellos a costa de los más débiles, y a la vez se presentan cínicamente como bienhechores de los necesitados. También en lo religioso se leyes, ritos, cumplimientos que no raramente sirven de pretexto para encubrir la dureza de un corazón que rechaza a Cristo, quien pide a todos compartir su vida y misión en favor del prójimo necesitado y sufriente.

Cristo Jesús, vivo y presente en nuestra vida, y en la historia, es el objetivo y el centro de la Buena Nueva del Adviento y de la Navidad. Él nos pide modelar sobre su ejemplo nuestra existencia humana y cristiana de cada día, tanto en la alegría como en el sufrimiento, en el trabajo como en el descanso, en la lucha como en la fiesta.
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La Palabra de Dios interpreta e ilumina el sentido de la vida, nos da fuerza y esperanza. Pero es necesario leer, escuchar, asimilar y vivir esa Palabra en momentos concretos de silencio y oración, que son los espacios de Dios, fuente de la vida, de la alegría, de la paz y de la esperanza.

En esos espacios Dios nos da la posibilidad de encontrarnos personalmente con la Palabra Viva, la Palabra Persona, el Verbo hecho carne, Cristo Jesús, el Dios-con-nosotros de cada día. Desde esa experiencia sentiremos la necesidad y el gozo de volvernos hacia el prójimo que sufre, empezando por casa... Entonces sí estaremos entre los que “verán la salvación de Dios”.

El Adviento se hace realidad en doble sentido: “¡Ven, Señor Jesús!” y ¡Voy, Señor Jesús!


Bar 5, 1-9. - Jerusalén, quítate tu vestido de duelo y desdicha, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria de Dios. Reviste cual un manto la justicia de Dios, ponte como corona la gloria del Eterno; porque Dios mostrará tu grandeza a todo lo que hay bajo el cielo. Dios te llamará para siempre: "Paz en la justicia y gloria en el temor de Dios." Levántate, Jerusalén, ponte en lo alto, mira al oriente y ve a tus hijos reunidos del oriente al poniente por la voz del Santo, felices porque Dios se acordó de ellos. Salieron a pie escoltados por los enemigos, pero Dios te los devuelve, traídos con gloria, como hijos de rey. Porque Dios ha ordenado que todo cerro elevado y toda cuesta interminable sean rebajados, y rellenados los valles hasta aplanar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de Dios. Hasta los bosques y todo árbol oloroso les darán sombra por orden de Dios. Porque él guiará a Israel en la alegría y a la luz de su gloria, escoltándolos con su misericordia y justicia.

Hoy se realiza en la Iglesia y en el mundo la profecía de Baruc: “Él guiará a Israel en la alegría y a la luz de su gloria, escoltándolos con su misericordia y justicia”. Aunque a veces parezca todo lo contrario.

De hecho, Cristo Resucitado realiza su promesa pascual: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Y aunque eso sea cuestión de fe, es una realidad misteriosa, profunda, oculta, pero realidad maravillosa a nuestro alcance: vivir y gozar con inmensa gratitud esa cercanía de Jesús.

Él hoy nos pone su manto de justicia y la corona de gloria de Dios, pues la Trinidad habita en quienes lo aman: “Si alguno me ama, lo amará mi Padre, y vendremos a él y haremos morada en él”. “Ustedes son templo del Espíritu Santo”.

Ante esta realidad todos somos iguales en nuestra esencia más profunda y más alta: ser hijos e imágenes de Dios, hermanos del mismo Hijo de Dios, Cristo Jesús. Todas las desigualdades, privilegios, poderes y ciencia no cuentan ante esta sublime realidad de nuestro ser. Pero quedan anulados quienes utilizan el poder, los privilegios, el dinero y el saber para ponerse por encima de sus hermanos y explotarlos o marginarlos.


Flp 1,4-11 - Hermanos: En mis oraciones pido por todos ustedes a cada instante. Y lo hago con alegría, recordando la cooperación que me han prestado en el servicio del Evangelio desde el primer día hasta ahora. Y si Dios empezó tan buen trabajo en ustedes, estoy seguro de que lo continuará hasta concluirlo el día de Cristo Jesús. Bien sabe Dios que la ternura de Cristo Jesús no me permite olvidarlos. Pido que el amor crezca en ustedes junto con el conocimiento y la lucidez. Quisiera que saquen provecho de cada cosa y cada circunstancia para que lleguen puros e irreprochables al día de Cristo, habiendo hecho madurar, gracias a Cristo Jesús, el fruto de la santidad. Esto será para gloria de Dios y un honor para mí.

San Pablo mantiene con los filipenses una relación salvífica de amor, no sólo mediante la predicación, sino también con la oración y el sufrimiento a favor de ellos. Y agradece la cooperación evangelizadora que le han prestado y prestan.

La relación salvífica no es espiritualista, sino que se encarna en la ternura y en el amor humano-divino que Cristo mismo les pide y les tiene: “Ámense unos a otros como yo los amo”. Y Pablo suplica en su oración diaria que Dios acreciente en ellos ese amor-ternura, junto con el conocimiento amoroso y la lucidez.

El amor a Cristo y al prójimo nos llevará también a nosotros a la santidad y así podremos presentarnos puros e irreprochables cuando Cristo venga a buscarnos al final de los días terrenos. Por ese amor nos reconocerá Cristo y nosotros a él.

¿Se parece nuestra relación con los destinatarios de nuestra vida y misión –que constituyen nuestra parcela de salvación- a la relación salvífica cultivada por Pablo con sus evangelizados?
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