El encanto de la vida consagrada - 4




Castidad, celibato, virginidad

La castidad, -celibato, virginidad- fundamenta y caracteriza la vida consagrada tanto la comunitaria como la secular. La obediencia y la pobreza son apoyo de la castidad, la cual tiene como fin el máximo valor de la persona: el amor en su más alta expresión: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo por amor a Dios, Padre común. Y al amor máximo corresponde la felicidad máxima en el tiempo y en la eternidad: “Tendrán el ciento por uno aquí en la tierra, y luego la vida eterna”.
La vocación originaria de todos los hombres y mujeres es la llamada de Dios a ser felices juntos en su presencia él para siempre, como lo es Cristo resucitado y subido al cielo. Con la gloria y la felicidad eterna alcanza su plenitud total la persona humana, que es imagen y semejanza de Dios en gracia de la filiación divina en Cristo, al que nos dio como Hermano.

El sueño de Dios

La castidad religiosa tiene como objetivo realizar el sueño de Dio sobre el hombre y la mujer, volverles la condición paradisíaca de antes del fracaso de la pretensión de ser felices como Dios, pero a sus espaldas, prescindiendo de él.
Con la castidad nos ponemos juntos, hombres y mujeres, en el camino hacia la felicidad, amor y familiaridad con el Creador, no sólo como era antes del pecado original, sino de un modo inmensamente superior y perfecto, como lo experimentó san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede imaginar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman” amando al prójimo.
“Tal es el sueño de Dios para con todas sus criaturas: la utopía del séptimo día de la creación es la esperanza de Dios de vernos bailar juntos(as) y con él por toda la eternidad” (Simón Pedro Arnold, osb).

Compartiendo de la vida trinitaria

Nuestra calidad de hijos de Dios nos abre a la vida divina, que es vida trinitaria, compartida entre las tres divinas Personas, a las que nos asemejamos al compartir y nos relacionarnos en el respeto total y en el amor mutuo, semejante al amor en la Familia Trinitaria, libres de toda avidez posesiva y dominante.
La castidad confiere valor humano-divino a la caricia, a la mirada, a la palabra, a los sentimientos, como hijos e hijas del mismo Padre Dios, y por tanto como hermanos y hermanas en el sentido más profundo, más alto, real y eterno de la palabra: partícipes de la divinidad de Dios. A semejanza del Hijo de Dios, el casto por excelencia.
Los votos no son renuncia y privación, sino peregrinación de regreso hacia Dios y reconquista progresiva de la integridad, libertad, inocencia y felicidad originales, según el plan primitivo de Dios. “Seremos como ángeles del cielo”.
Al optar por el celibato o virginidad, optamos por el amor más puro y fecundo: “Ya no hay judío ni griego, ni hombre ni mujer, sino que todos somos uno en Cristo”, dice san Pablo. Optamos por el amor transfigurado que renuncia a la expresión genital y a la procreación natural; pero no renuncia en absoluto al amor fecundo, que se hace sagrado al compartir la “procreación sobrenatural”, universal y eterna del Padre: engendrar en Cristo multitud de hijos e hijas para la vida eterna.

Al más grande amor, mayor felicidad

Este amor casto, abierto al amor divino y al amor humano, se vuelve el amor más grande, como lo expresó el mismo Cristo: “Nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por quienes ama”. La persona que opta por la castidad consagrada, imita el amor casto y fecundo de Cristo, como lo expresa san Juan: “Como Cristo entregó su vida por nosotros, así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”.
La intensidad de la felicidad depende de la intensidad del amor; y entonces al “amor más grande” corresponde la felicidad más grande, que Cristo aseguró a quienes se le consagran: “Quien entrega su vida y por el Evangelio, la salvará”. Éste es el éxito total, sublime y eterno de la vida humana. Como María de Betania, la persona consagrada “ha escogido la mejor parte, que nadie podrá arrebatarle”.
La castidad no es fruto del voto, sino de la lucha valerosa por purificar el amor y por adquirir y conservar la libertad frente a las exigencias y seducciones de la sensualidad. El voto de castidad es el compromiso de seguir en esa lucha valiente con las armas de la oración, de los sacramentos, del abandono confiado en Dios, de un mayor amor transfigurado, de la prudencia, de la huida de las ocasiones, en la esperanza de un especial premio eterno.

Amor salvífico, amor fecundo

El amor casto libera a las relaciones humanas y la amistad del egoísmo posesivo, de la violencia y de la dominación, y las convierte en realidades salvíficas, que constituyen la máxima obra de caridad, de amor, que podamos hacer al prójimo: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Y es a la vez la obra más grata al Padre, porque colabora con él a que sus hijos puedan compartir su gloriosa felicidad eterna.
Los frutos salvíficos de la vida, oración, sufrimientos, gozos, testimonio, palabra, obras y muerte de la persona consagrada –unida a Cristo-, están asegurados por la palabra infalible de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
Esta perspectiva salvífica justifica plenamente la vida consagrada
, pues su meta es la victoria de la resurrección, en la que Cristo nos dará un cuerpo glorioso como el suyo, capaz de compartir felicidad infinita de la Trinidad, que compensará inmensamente las renuncias y sufrimientos de la lucha por la libertad de la castidad. “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con el ingente peso de gloria que se nos concederá”, afirma san Pablo. Y si no tienen comparación los sufrimientos, tampoco la tienen los placeres de este mundo.
P. J. A.
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