HACIA LA FRATERNIDAD UNIVERSAL







por Cristo resucitado

Nuestro mundo ya no es ámbito de una auténtica fraternidad, y a la vez el poder creciente (del progreso) de la humanidad amenaza con destruir el mismo género humano.
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Si nos preguntamos cómo es posible superar tan deplorable calamidad, debemos saber que la respuesta cristiana es la siguiente: hay que purificar y perfeccionar, por la cruz y la resurrección de Cristo, todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y del egoísmo, corren diario peligro.

El hombre, redimido por Cristo y hecho en el Espíritu Santo nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios; pues Dios las recibe, las mira y respeta como objetos salidos de sus manos.

Dando gracias a por ellas al Bienhechor, usando y gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo. Todo es de ustedes, y ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios.

Cristo nos revela que Dios es amor, a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana -y por tanto de la transformación del mundo- es el mandamiento nuevo del amor.

Así pues, a los que creen en el amor de Dios les da la certeza que el camino del amor está abierto para el hombre, y que el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal no es una utopía.

Cristo, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo que hemos de llevar también la cruz… Constituido Señor por su resurrección, le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, y obra ya por el poder de su Espíritu en el corazón del hombre.

Cristo a todos ofrece la liberación para que, con la abnegación propia y el empleo de todas sus energías a favor de la vida humana, proyecten sus preocupaciones hacia los tiempos futuros, cuando la humanidad entera llegará a ser una ofrenda agradable a Dios.
(Vat. II, const. G. et S.)
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