10-10-2010
Iba Jesús caminando hacia Jerusalén y salieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y a gritos le decían: ¡Jesús Maestro, ten compasión de nosotros! A verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban de camino, quedaron todos sanos. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios en alta voz y, echándose a los pies de Jesús con el rostro en tierra, le daba gracias. Este era samaritano. Jesús entonces preguntó: ¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: Levántate y vete, que tu fe te ha salvado. (Lc. 17, 11-19).
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La gratitud es la memoria del corazón. Sin embargo, nos dirigimos a Dios más para pedirle favores que para darle gracias, alabarlo y adorarlo con amor y gozo por los inmensos favores que nos ha hecho, nos hace y nos hará, y los más sin que se los hayamos pedido.
A Dios le gusta más la gratitud amorosa, que es la oración más eficaz para que os dé, nos conserve y multiplique sus favores, especialmente a favor máximo y definitivo: el paraíso eterno. Esa gratitud amorosa que brota espontánea de la fe en lo que Dios es para cada uno de nosotros: la fuente inagotable de todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.
Los diez leprosos no atribuyen a Dios su enfermedad, sino que de Dios esperan la curación, pues es el único que puede curarlos. Pero hoy muchos que se dicen creyentes echan la culpa a Dios de las enfermedades y desgracias que les suceden a ellos o a otros. Y eso es como una blasfemia, porque jamás puede Dios desear o causar mal alguno al hombre, al que ama con amor sin límites ni condiciones.
Dios puede permitir la enfermedad y la desgracia, como permite la muerte; pero con fines superiores, que compensan totalmente el sufrimiento con felicidad y la muerte con la resurrección. Como un padre y una madre permite y desean en una operación dolorosa que salva la vida de un hijo. Pero no tienen culpa del dolor causado por la operación.
¡Cuántas veces la enfermedad y la desgracia son el único recurso que puede arrancar al hombre de una existencia sin sentido o de una rutina religiosa en que vivía muriendo, camino de la muerte eterna! Evitemos la enfermedad y la desgracia con la conversión a una vida realmente cristiana; o sea: unida a Cristo.
Muchas veces imitamos a los ingratos nueve leprosos judíos para quienes contaba más cumplir la ley que la gratitud a la persona que los había curado. Sólo un samaritano y pagano reconoció en su curación el amor de Dios Padre que le llamaba a cambiar de vida para mejor.
La máxima ingratitud es pervertir nuestro corazón con los bienes de Dios, o utilizarlos para ofenderlo, considerándolo incluso como un rival de nuestra felicidad. Lo cual es grande y fatal necedad.
Jesús quiere que cultivemos la memoria del corazón: la gratitud hecha vida, alegría, alabanza, admiración, fe, esperanza, amor y obras de amor, para construir así, con él, la vida feliz que Dios quiere para todos en el tiempo y en la eternidad. La gratitud nos da paz y alegría.
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