SOMOS BLANCO DE JUICIOS Y CRÍTICAS


San Pablo te dice:

Hermanos: Los hombres deben consi-derarnos simplemente como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un administrador es que sea fiel. En cuanto a mí, poco me importa que me juzguen ustedes o un tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo. Es verdad que mi conciencia nada me reprocha, pero no por eso estoy justificado: mi juez es el Señor. Por eso, no hagan juicios prematuros. Dejen que venga el Señor: Él sacará a la luz lo que está oculto en las tinieblas y manifestará las intenciones secretas de los corazones. Entonces, cada uno recibirá de Dios la alabanza que le corresponda.  (1 Corintios 4, 1-59).
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Los obispos, sacerdotes, misioneros, catequistas, padres, profesores cristianos..., somos administradores de los misterios de Dios, que no podemos reservarnos sólo para nosotros mismos o administrarlos mal.

Pero también somos el blanco de los juicios fáciles de la gente. Por eso tenemos que esforzarnos por ser fieles servidores de Cristo, pendientes de su Palabra, y fieles a los hombres, “administrándoles” el sacramento de la Palabra de Dios y los misterios de la salvación de Dios, sin intereses egoístas camuflados, sin autoritarismos .

No basta con decir: “A mí no me importan los juicios humanos”, sino preguntarse si puede que tengan algo o mucho de razón, y me estén pidiendo corregir lo que posiblemente esté haciendo mal. No podemos ser esclavos de la opinión ajena, pues nos volveríamos títeres de las malas lenguas; sino estar pendientes de cómo nos ve Dios, para que la gente nos vea como Dios nos ve.

Aunque la conciencia no nos reproche, no nos envanezcamos, pues Dios descubre deficiencias hasta en los ángeles, y “si el justo peca siete veces...”, ¡cuántas pecaremos los pecadores! Él sacará a luz un día los pensamientos e intenciones secretas de los corazones, dará a cada uno la alabanza o la desaprobación que le corresponda. Pero supliquemos su misericordia.

El gran escándalo que debemos evitar a toda costa es juzgarnos, criticarnos o condenarnos unos a otros, con lo cual nos desprestigiamos ante los fieles, perdemos la credibilidad y eficacia salvadora que Dios quiere para nuestras vida y obras. En lugar de criticarnos, recurramos a la gozosa corrección fraterna.

Amémonos unos a otros como Dios nos ama. Es pecado no amar a quien Dios ama. Así podrán decir de nosotros: “Miren cómo se aman”. Y se adherirán más fácilmente a la fe y caminarán por las sendas de la salvación que nos ha sido confiada también para ellos.

p. j.