LOS REZOS Y LA ORACIÓN

Domingo 9° durante el año 
06-03-2011

Jesús dijo a sus discípulos: No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?» Entonces Yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apár-tense de mí, ustedes, los que hacen el mal». Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó, porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: ésta se derrumbó, y su ruina fue grande. (Mt 7, 21-27).

Son rezos -no oración- las fórmulas, ritos, palabras, cumplimientos…, de los cuales se espera un efecto mágico, supersticioso, prescindiendo de Dios y del esfuerzo personal. El rezo no acerca a Dios ni al prójimo; incluso niega al prójimo lo que pide a Dios.

La oración es una realidad bien diferente de eso: “Es encuentro de amistad con Quien sabemos que nos ama”, decía santa Teresa de Ávila. Y ningún ser nos ama tanto como Dios nos ama, pues de él hemos recibido, y recibimos cada día, todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.

Es decisivo verificar si nos contentamos con rezos, o buscamos, con gozo y de corazón, encontrarnos con el Padre que nos ama más que nadie, con el Dios de cielos y tierra, que se digna abajarse a nosotros, y encuentra sus delicias en hacernos compañía, y mucho desea que nosotros nos dignemos acogerlo: “Estoy a la puerta y llamo. Quien me abra, me tendrá a la mesa con él”.

La oración requiere ante todo sinceridad con Dios y con nosotros mismos. Si pedimos algo, lo pedimos en serio, porque esperamos recibirlo, de una u otra manera, pronto o tarde, pero poniendo esta condición: si es conforme a la voluntad de Dios, y por tanto, para mi mayor bien.

Pero oración no es sólo pedir, sino sobre todo agradecer, alabar y adorar a Dios por todo lo que recibimos, gozamos y esperamos. Ésa la oración que más agrada a Dios, y la que mejor nos alcanza sus bendiciones, las multiplica y conserva.

Es también oración necesaria el ofrecer los sufrimientos propios y ajenos, para que Dios los transforme en causa de felicidad temporal y eterna.

Para que la oración sea verdadera y eficaz, no basta con sólo pronunciar palabras: “¡Señor, Señor!”, sino que es necesario realizar obras de amor al prójimo, en especial en orden a su salvación eterna, que es su máximo bien.

Tampoco basta con hacer milagros en nombre de Jesús, pues si se hacen por vanagloria, sin amor a Dios y al prójimo, no sólo no sirven de nada, sino que se convierten en mal: “Apártense de mí, obradores del mal”.

No podemos vanagloriarnos del bien que Dios hace a través de nosotros, sino alegrarnos de que nuestros “nombres estén escritos en el cielo”, gracias a la misericordia de Dios y al amor con que realizamos las obras de Dios.

Pedir, agradecer, ofrecer y cumplir los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, es construir nuestra casa sobre roca firme, pues la oración, la gratitud, alabanza, la ofrenda y la obediencia a la voluntad de Dios nos colocan sobre la Roca firme y Piedra angular, que es Cristo Jesús resucitado.

Toda oración debería empezarse así: “Oh Jesús, mi Dios y Salvador, ten compasión de mí que soy un pecador”; “Espíritu Santo, ora en mí con súplicas inefables”; “Virgen María, toma tú mis veces: presenta al Señor mis oraciones como si fueran tuyas”. Y supliquemos con insistencia el gozo de la oración.

p.j.