La Anunciación del Señor
25 de marzo
Nazaret era una desconocida aldea de guerrilleros. María era una insignificante adolescente de trece años, nacida en ese pueblo.
Y sin embargo, ella fue la elegida por Dios para recibir la más extraordinaria noticia y misión de la historia: iniciar la última etapa del plan salvador de Dios a favor de la humanidad, si ella consiente en ser la madre del Hijo del Altísimo.
María teme, pero no tiene miedo a Dios, pues lo trata a diario en su oración y contemplación; teme por su pequeñez e indignidad ante el sublime prodigio que se le propone: ser la madre del Mesías prometido por los profetas. No duda, pero pide explicaciones.
Y las recibe: “Alégrate, llena de gracia. No temas. El Señor está contigo. El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te fecundará con su sombra”. Como si le dijera: “Esto es obra de Dios, no tuya. Tú sólo tienes que aceptar para que Dios actúe por tu medio”.
Y a partir de su SÍ desciende sobre ella el Espíritu Santo, que hace germinar en su seno el cuerpo del Dios-con-nosotros.
“María, con su hágase en mí, entra de lleno en la rica y profunda corriente de los grandes personajes que no preguntan, no discuten ni protestan, sino que se abandonan en silencio y ponen su confianza en las manos omnipotentes de su amado Señor y Maestro” (Ignacio Larrañaga, El silencio de María).
Todo cristiano, por serlo, es discípulo-misionero, que tiene en María el gran modelo a imitar: acoger a Cristo en su persona, y el Espíritu Santo hará el resto: realizará la obra de la salvación en él y a través de él.
p.j.