Ascensión del Señor
5 junio 2011
Los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos duda-ban todavía. Jesús se les acercó y les habló así: - Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia. (Mt 28, 16-20).
En este paso evangélico se presentan tres realidades: - el pleno dominio de Jesús sobre toda la creación visible e invisible; - la misión salvadora universal de la Iglesia, encomendada a todos sus miembros; - y la presencia del Señor resucitado entre los suyos hasta el fin del mundo, como garantía de la victoria final sobre el sufrimiento, el mal y la muerte; victoria en la que nos incluye a nosotros.
Jesús, con la Ascensión, vuelve al Padre, accede a una vida infinitamente superior y, como Rey eterno, toma posesión de toda la creación visible e invisible, anhelando compartir su reino con nosotros: “Donde yo estoy, quiero que estén también ustedes”. “Me voy a prepararles un sitio”. Como “Persona universal” resucitada, cumple su promesa infalible: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. ¡Maravillosa presencia que hemos de vivir y agradecer con gozo, sin cansarnos nunca!
La Resurrección y la Ascensión son dos misterios inasequibles e increíbles desde la perspectiva humana. Son tan maravillosos y desconcertantes, que nos cuesta creerlos como realidades que nos tocan personalmente, pues Cristo las ha ganado también para nosotros. No podemos ignorarlas y perderlas, sino hacer que ocupen nuestra mente y nuestro corazón, considerando todo lo demás como lo que es: valores relativos, caducos, de segundo orden.
Jesús ha querido asimismo compartir con nosotros su misión evangelizadora y salvadora en favor de la humanidad. Pero la evangelización no es sólo transmitir verdades, doctrinas y dogmas, o sólo repetir los que el Maestro dijo, sino ante todo vivir como él vivió y hacer lo que él hizo y como lo hizo: ayudando a los más posibles a salvarse mediante una relación de encuentro amoroso personal con Jesús resucitado presente y con los hermanos, imitando su forma de vivir, de amar, de trabajar, de sufrir y de morir, para resucitar y ascender definitivamente a la vida plena como él.
Dios nos ha asignado a cada cual una parcela de personas a evangelizar y salvar; parcela que necesitamos localizar ya, empezando por casa, y siguiendo por todos cuantos se relacionan con nosotros. Como cristianos, debe estar entre las preocupaciones principales de nuestra vida. Pero evangelizar no es sólo predicar de palabra, sino también orar por esa parcela y por ella ofrecer los sufrimientos de la vida, la enfermedad y la muerte, darles ejemplo de vida unida a Cristo, y en especial llevarlas en el corazón a la Eucaristía, sacramento máximo de salvación.
Para eso ha nacido, vivido y muerto Jesús: para abrirnos y señalarnos su mismo camino de éxito final y total, y para compartir con nosotros su misión salvadora a favor de los otros. Lo cual está al alcance de todos, aunque exija dedicación y esfuerzo optimista permanente, pero seguros de su promesa: “Yo estoy con ustedes”, y “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”, fruto de salvación propia y ajena.
P. Jesús Álvarez, ssp