Murió y resucitó para resucitarnos

Pascua de Resurrección 


B / 8-04-2012



El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Como se inclinara, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza, no se había caído como los lienzos, sino que se estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero, vio y creyó.  Pues no habían entendido todavía la Escritura: ¡él "debía" resucitar de entre los muertos! (Jn 20,1-9).

La resurrección es una verdad fundamental que nos cuesta mucho creer, y sobre todo vivir, porque está más allá de toda experiencia humana, y es una realidad tan maravillosa, que se nos antoja increíble; tanto la resurrección de Jesús como la nuestra. A los discípulos de Jesús también les costó creer que él había resucitado. Sólo podemos creer en la resurrección por la fe en la Palabra de Dios, iluminados por el Espíritu Santo, y mediante la oración. “Creo, Señor; pero aumenta mi fe”.


La fe en la resurrección no consiste en aceptar mentalmente el hecho histórico y el dogma. La verdadera fe en la resurrección es fe-amor a Cristo resucitado, presente, operante, compañero de nuestro caminar por esta vida; y fe en nuestra propia resurrección. La Resurrección fundamenta la verdadera vida cristiana, que es “vida en Cristo” resucitado.

San Pablo asegura que "si no creemos que Cristo está resucitado ni que nosotros resucitamos, nuestra fe no tiene valor alguno y nuestra predicación es inútil... y nuestros pecados no han sido perdonados” (1Co 15, 14-16). No podemos quedarnos con un Cristo muerto el Viernes Santo, sino buscarlo y acogerlo resucitado en la Pascua, y así hacer pascual toda nuestra vida con él.


La fe en el Resucitado enciende en nosotros el anhelo de amarlo y vivir con él, el deseo de imitarlo y de resucitar como él. El ansia de resucitar brota de nuestro amor a Dios, al prójimo y a la creación. Hay personas, lugares, cosas y alegrías tan maravillosas ya en este mundo, que deseamos gozarlas para siempre. El tiempo de nuestra vida resulta del todo insuficiente para colmar nuestra sed de amor, de gozo, de felicidad, deleite y paz.

Por la fe en la resurrección superamos el concepto pagano de muerte, como si fuera el final trágico y fatal de la existencia. La muerte no es una desgracia sin remedio, sino la puerta hacia la vida sin final. En la muerte el Resucitado nos dará un cuerpo glorioso como el suyo, capaz de gozo inmenso y de vivir eternamente.

Jesús no se encontró por sorpresa con la resurrección, sino que a su muerte halló lo que había sembrado: amor y vida. Y así será para nosotros, si pasamos por la vida haciendo el bien y sembrando vida como él para recuperarla como él.

Sin la fe en Jesús resucitado presente, la resurrección pasa al terreno de la leyenda, y la vida cristiana se desvanece en puras apariencias. El cristiano es auténtico y feliz sólo cuando vive la fe en Cristo resucitado y presente.

Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre". “Estoy con ustedes todos los días”. “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”           

He 10, 37-43 - En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Ustedes ya saben lo que ha sucedido en todo el país judío, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Jesús de Nazaret fue consagrado por Dios, que le dio Espíritu Santo y poder. Y como Dios estaba con él, pasó haciendo el bien y sanando a los oprimidos por el diablo. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en la misma Jerusalén. Al final lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se dejara ver, no por todo el pueblo, sino por los testigos que Dios había escogido de antemano, por nosotros, que comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos. Él nos ordenó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido Juez de vivos y muertos. A él se refieren todos los profetas al decir que quien cree en él recibe por su Nombre el perdón de los pecados."

Después de la Ascensión, los apóstoles dan testimonio de la resurrección de Cristo, asesinado por los poderes político y religioso. Se hacen testigos vivos de Cristo resucitado. Y esa era la verdad que producía conversiones por miles.

Es necesario que los misioneros, predicadores, catequistas hablen más y den verdadero testimonio de Jesús resucitado y presente. San Pablo decía que si no predicamos a Cristo resucitado, la predicación resulta estéril, sin fuerza de conversión. ¿De qué vale predicar a un Cristo humano crucificado, si no lo predicamos resucitado? Un muerto no convence a nadie, por más que se afirme que murió por nosotros. Seguiríamos en la cultura del pecado y de la muerte.

San Pablo decía no querer gloriarse sino en la cruz de Cristo, pero fue el mayor testigo de Cristo resucitado. Y si se gloriaba en la cruz de Cristo, era porque estaba convencido de que la cruz le mereció la resurrección a Cristo y a nosotros.



Col 3,1-4 - Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria.

El cristiano verdadero (persona unida a Cristo resucitado), tiene la esperanza de la resurrección, y por eso no se conforma con los valores puramente temporales y sociales, pues “no tiene aquí ciudad permanente”, sino que su patria es el paraíso, “donde está Cristo” y donde quiere que estén también quienes viven unidos a él.

El cristiano que ama de verdad a Cristo sobre todas las personas y cosas, desea ir para siempre con él a su reino eterno y glorioso. Y por eso proyecta continuamente su vida hacia ese reino “suyo” que Cristo le ganó con su vida, su muerte y resurrección, pues “donde está tu tesoro, allí también estará tu corazón”.

No es sólo de santos canonizados la convicción de san Pablo: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”. “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Esta esperanza firme y este deseo permanente del paraíso que le espera, sostienen al cristiano con paz e ilusión en las luchas, pruebas, sufrimientos, enfermedad, agonía y muerte que, de la mano del Resucitado, le llevarán a la resurrección y le producirán “un peso incomparable de gloria”.

Es necesario cultivar mucho más esta actitud pascual y “celestial”, para no embotarse con los valores, bienes y placeres terrenos, con riesgo de que nos cierren el paso a “nuestro” reino celestial, respecto del cual dice san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.

Esa vivencia pascual es la fuerza invencible de los cristianos para hacerlos  capaces de testimoniar al Resucitado con la vida, las obras, la palabra, el sufrimiento, la oración...


P. Jesús Álvarez, ssp