Y LOS PRIMEROS SERÁN LOS ÚLTIMOS
Domingo 22º del
tiempo ordinario-C / 1-9-2013
Un
sábado Jesús fue a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, y estos
estaban espiándolo. Mirando cómo los convidados escogían los primeros puestos, les
dijo esta parábola: Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en
el lugar principal, no sea que haya algún otro invitado más importante que tú,
y el que los invitó a los dos venga a decirte: “Déjale el lugar a este”, y
tengas que ir a ocupar, lleno de vergüenza, el último asiento. (Lc 14, 1. 7-14)
Jesús nos coloca en
la perspectiva del banquete eterno del reino en la casa del Padre; banquete que
él presidirá y al que todos estamos invitados, pero donde los primeros puestos
serán ocupados por quienes aquí fueron los últimos: los sencillos, pobres,
marginados, hambrientos, perseguidos,
víctimas de todos los vicios ajenos... Procuremos estar entre ellos, y no entre
los que aquí fueron primeros.
La anécdota se puede
aplicar al banquete eucarístico, donde Jesús mismo se da como alimento a sus
humildes seguidores. Y donde no hace falta pelear por lo primeros puestos, pues
son muy pocos los que comulgan, y donde Jesús mismo coloca en los primeros
puestos a todos los que lo acogen de corazón.
El Cuerpo de Cristo
recibido con fe y amor en la Eucaristía, es garantía del banquete eterno, y nos
da la fortaleza para compartir la misión salvadora de Jesús en favor del
prójimo. “Yo soy el pan vivo bajado del
cielo. El que coma de este pan, vivirá eternamente” (Jn 6, 51).
Los privilegiados en
este mundo no pueden esperar que en el reino de los cielos se repitan los
privilegios sociales, económicos, religiosos y eclesiales de este mundo.
Los humildes y
sencillos son los únicos que saben ocupar su lugar de criaturas ante Dios, ante
los demás y en la creación, pues reconocen que todo lo que son, tienen, aman,
gozan y esperan es don gratuito del amor del Padre, y no derecho de méritos
propios. Ellos gozan experimentando que hay mayor felicidad en dar que en recibir.
Comer con Jesús es un
gran privilegio; alimentarse de Jesús en la Eucaristía, es un gran milagro de
vida eterna; socorrer a Jesús en la persona de los pobres, es la condición
necesaria para compartir con ellos el banquete eterno, éxito total de nuestra
existencia terrena.
Si 3,17-18 - Hijo mío, actúa con tacto en todo, y serás
amado por los amigos de Dios. Mientras más grande seas, más humilde has de ser;
así obtendrás la benevolencia del Señor. No aspires a algo superior a tus
fuerzas, ni te lances a investigar lo que sobrepasa tus capacidades. Piensa que
muchos se han extraviado con sus teorías; su seguridad mal fundada les falseó
el raciocinio.
Ser humildes no es
infravalorar nuestra persona y nuestros dones, no es baja autoestima, sino que
es reconocernos como lo que somos: criaturas finitas, capaces de lo mejor con
la ayuda de Dios; y de lo peor si rechazamos su ayuda. De lo mejor: el amor a
Dios y al prójimo necesitado; de lo peor: encerrarnos en el egoísmo y el
orgullo que llevan al fracaso de la vida.
Pero humildad y
generosidad no pueden separarse. El generoso, con su limosna, merece recibir
multiplicado lo que da, y gozar luego la vida eterna. El orgulloso se hunde en
una miseria sin remedio, pues cierra a Dios y al prójimo las puertas de su
corazón y de su vida. Y va hacia la fatal humillación eterna.
El orgulloso se cree
más que los demás, como si el ser y tener más no fuera un don gratuito y
amoroso de Dios. ¡Gran necedad y falsedad es el orgullo!
Es necesario
convertirse continuamente a la humildad, que se funda en la verdad de que todo
lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos, es puro don del amor de
Dios, no mérito propio.
Heb 12, 18-19 - Recuerden
su iniciación. No hubo aquel fuego físico que ardía junto a la nube oscura y la
tempestad, con el sonido de trompetas y una voz tan potente, que los hijos de
Israel suplicaron que no se les hablara más. Ustedes, en cambio, se han
acercado al cerro de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celestial,
a Jesús, el mediador de la nueva alianza, llevando la sangre que purifica y que
clama a Dios con más fuerza que la sangre de Abel.
Los símbolos de la
presencia de Dios en el Antiguo Testamento eran portentosos: nube, truenos,
relámpagos, fuego, resplandor deslumbrante... Mientras que en el Nuevo
Testamento Dios se nos presenta cercano en la ternura del Niño de Belén; en la
sencillez del Pan eucarístico; en la disponibilidad en la Biblia; en el
prójimo, que es su imagen y semejanza; en la transparencia maravillosa de la
creación, en la oración y en la contemplación.
Dios, Padre tierno y
omnipotente, ansía que, por mediación de Jesús su Hijo, compartamos con él, en
su casa eterna, su misma felicidad infinita, después de haber convertido
nuestras desgracias en gracias, nuestros sufrimientos en felicidad y nuestra
muerte en resurrección.
¡Cuánta gratitud y
amor se merece nuestro Padre Dios, infinitamente bueno, tan cercano, tan
tierno, tan íntimo, tan disponible, especialmente en la Eucaristía!
P. Jesús Álvarez, ssp
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