CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS
Evangelio Lucas 24, 1-8
El primer día de la semana, al amanecer,
las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas
encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el
cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les
aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas
de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No
está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que Él les decía cuando aún estaba en
Galilea: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los
peca-dores, que sea crucificado y que resucite al tercer día”». Y las mujeres recordaron sus palabras.
La resurrección de Jesús y la
resurrección de los muertos, junto con el amor de Dios para cada uno de
nosotros, son las verdades que fundamentan nuestra fe cristiana; de tal modo
que quien no cree en esas tres verdades inseparables, no tiene fe cristiana,
por más que simule creer todas las otras verdades.
San Pablo lo afirma rotundamente: “Si Cristo no hubiera resucitado, si
nosotros no vamos a resucitar, vana es nuestra fe, nuestra predicación, y
seguiríamos en nuestros pecados (1Cor 15, 14)”. Nuestra fe sería
una simple superstición sin sentido ni valor alguno.
“Si nuestra
esperanza en Cristo fuera sólo para la vida terrena, seríamos los más infelices
de todos los hombres” (1Cor 15,
19)
pues todo el contenido de nuestra fe y de nuestra esperanza sería una buda mentira.
Es cierto que la resurrección es una
verdad nada fácil de creer, y a los mismos apóstoles les costó lo suyo
aceptarla, porque cae fuera de la experiencia cotidiana y de nuestras
categorías. Pero la fe es un don de Dios que hay que pedir y cultivar, sobre todo
en la oración, en la que nos encontramos con el mismo Jesús resucitado en
persona, con la Virgen María elevada al Cielo, con los santos resucitados, con
los ángeles, con nuestros difuntos resucitados.
Decía san Agustín: “Aquellos que nos
han dejado, no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de
gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas”. Nacemos, vivimos y
fallecemos para la vida, no para la muerte.
Los difuntos no están muertos, sino
vivos. Jesús afirma: “Quien cree en mí,
aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25). La muerte no es el
final de la vida, sino el principio de la vida sin final. No busquemos a
nuestros muertos en el cementerio, pues allí sólo están sus restos mortales,
que terminan haciéndose polvo de la tierra, del cual Dios hará surgir un cuerpo
resucitado. Los difuntos que están en la Iglesia purgante, agradecen y
necesitan más una oración, en especial, una Misa. Aunque se vaya al cementerio.
Avanzamos hacia el mismo triunfo pascual y glorioso
de Jesús muerto y resucitado. Después de la muerte, el mismo Jesús “transformará nuestro cuerpo mortal para
hacerlo conforme a su cuerpo glorioso" (Flp 3, 21). Jesús le dijo al ladrón convertido y crucificado a su derecha: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).
Los muertos no tienen que esperar al
fin del mundo para pasar a la vida eterna, o a la muerte segunda, alejados de Dios
y de todo bien.
Como era necesario que Cristo pasara
por el sufrimiento y la muerte para resucitar, así nosotros pasaremos por la
enfermedad, la agonía y la muerte para resucitar como Él, si hemos pasado por
la vida haciendo el bien como Cristo: amando a Dios y al prójimo.
Por tanto, no es cristiano pensar en
la muerte sin pensar a la vez en la resurrección. La fe en la resurrección nos
dará fortaleza en el sufrimiento y en la misma muerte, como le sucedió a
nuestro Salvador.
Pero hemos de pedir cada día, con
insistencia incansable, que Dios nos dé fortaleza, fe, amor y esperanza, como
se la dio a Jesús en el Huerto de los Olivos, en el camino del Calvario y en la
cruz, justo porque tenía presente la resurrección que le esperaba.
Supliquemos como Jesús: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida” (Lc 23, 46). Y eso mismo hemos de pedir para nuestros difuntos; pero también para los que aún vivimos, de modo que lleguemos a encontrarnos juntos en la Familia Trinitaria.
Supliquemos como Jesús: “En tus manos, Padre, encomiendo mi vida” (Lc 23, 46). Y eso mismo hemos de pedir para nuestros difuntos; pero también para los que aún vivimos, de modo que lleguemos a encontrarnos juntos en la Familia Trinitaria.
P. Jesús Alvarez, ssp