Fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar
Domingo 5° durante el año 8-2-2015
Evangelio: Marcos 1, 29-39
Al salir de la Sinagoga, Jesús
fue a la casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba
en cama con fiebre, por lo que enseguida le hablaron de ella. Jesús se acercó
y, tomándola de la mano, la levantó. Se le quitó la fiebre y se puso a
atenderlos. Antes del atardecer, cuando se ponía el sol, empezaron a traer a
Jesús todos los enfermos y personas poseídas por espíritus malos. El pueblo
entero estaba reunido ante la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos con
dolencias de toda clase y expulsó muchos demonios; pero no los dejaba hablar,
pues sabían quién era. De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se
levantó, salió y se fue a un lugar solitario. Allí se puso a orar. Simón y sus
compañeros fueron a buscarlo, y cuando lo encontraron, le dijeron: - Todos te
están buscando. Él les contestó: - Vamos a las aldeas vecinas, para predicar
también allí, pues para esto he venido.
Con Jesús entra en el mundo y en
las personas la novedad de Dios: la Buena Nueva del Mesías, Hijo de Dios,
que viene a salvar a la humanidad frente a los grandes males que la atormentan:
el pecado, el sufrimiento y la muerte.
Dios no hizo ni quiere el
sufrimiento. Lo demuestran las innumerables curaciones, el perdón de los
pecados y las resurrecciones realizadas por Jesús durante su vida terrena. El evangelio de hoy narra la curación de la
suegra de Pedro, seguida de un gran número de curaciones y expulsión de
demonios en un solo día.
Tal vez nos preguntamos por qué
Jesús no curó a todos los enfermos, no perdonó a todos los pecadores y no
resucitó a todos los muertos. La respuesta es que con esas victorias parciales
sobre el pecado, el dolor y la muerte, nos quiso adelantar pruebas de su poder
para la victoria total y definitiva sobre esos males, cuando venga en su última
venida triunfante.
La comprensión más clara del
sufrimiento y de la muerte como victoria sobre todo mal, se basa en la pasión y
muerte de Jesús: Jesús entra con la fuerza de su vida divina en el sufrimiento
y en la muerte, para transformarlos en
fuente de felicidad y de vida eterna mediante la resurrección.
Jesús prometió al buen ladrón
crucificado junto a él: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43),
y lo sigue concediendo, a lo largo de los siglos y en toda la tierra, a millones
y millones de pecadores y de inocentes, liberándolos del sufrimiento y de todo
mal mediante la muerte, puerta de la resurrección y de la gloria, dándoles
cuerpos gloriosos como el suyo.
Hay que reemplazar el terror a la
muerte por la esperanza de la resurrección y con la preparación constante para
el paso feliz a la eternidad. Jesús nos está preparando un puesto en la casa de
su Familia Trinitaria; y a nosotros nos corresponde prepararle día a día un
puesto de amor en nuestra vida, en nuestro corazón, en nuestra oración, trabajo
y descanso, alegrías y penas, salud o enfermedad.
Y si lo acogemos a lo largo de la
vida, él nos acogerá en la hora en que nos visite la “hermana muerte”, como la
llamaba san Francisco de Asís; muerte que se convierte en puerta de la
resurrección. La muerte ya no es un castigo, sino un don, aunque duela, como
duele un parto que da vida y felicidad.
Cuando Jesús nos dice: “Quien
desee ser mi discípulo, tome su cruz cada día y se venga conmigo” (Lc 9, 23),
no se refiere sólo a seguirlo hasta el Calvario, sino, sobre todo, hacia la
resurrección y la vida eterna a través de la cruz, que él hace liviana y
gloriosa para quienes lo acogen.
Jesús Álvarez, ssp