Domingo III de Pascua B / 19-abril - 2015
¿Cómo se les ocurre dudar...?
Evangelio: Lucas
24, 35-48
Los dos discípulos
contaron lo sucedido en el camino de Emaús y cómo lo habían reconocido al
partir el pan. Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en
medio de ellos y les dijo: "Paz a ustedes." Quedaron atónitos y
asustados, pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: "¿Por qué
se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies:
soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como
ustedes ven que yo tengo." Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y
como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les
dijo: "¿Tienen aquí algo que comer?" Ellos, entonces, le ofrecieron
un pedazo de pescado asado y una porción de miel; lo tomó y lo comió delante
ellos. Jesús les dijo: "Todo esto se lo había dicho cuando estaba todavía
con ustedes; tenía que cumplirse todo lo que está escrito en la Ley de Moisés,
en los Profetas y en los Salmos referente a mí." Entonces les abrió la
mente para que entendieran las Escrituras. Les dijo: "Todo esto estaba
escrito: los padecimientos del Mesías y su resurrección de entre los muertos al
tercer día. Luego debe proclamarse en su nombre el arrepentimiento y el perdón
de los pecados, comenzando por Jerusalén, y yendo después a todas las naciones,
invitándolas a que se conviertan. Ustedes son testigos de todo esto”.
Las cualidades
gloriosas de cuerpo resucitado de Jesús desconciertan a sus discípulos, y con
razón: el cuerpo resucitado del Maestro ya no está sujeto a las limitaciones de
tiempo, espacio y materia. No hay paredes ni distancias para él.
La aparición inesperada
de Jesús, a puertas cerradas, los asusta, y lo creen un espíritu. Mas él los
tranquiliza con cariño: “Paz a ustedes”. Y los invita a tocarlo, para que
constaten que su cuerpo sigue siendo el mismo, de carne y hueso, pero
resucitado. El hecho era tan sorprendente y les producía tanta alegría, que les
costaba creer a pesar de verlo.
Jesús comprende la
dificultad de los discípulos para creer, y les da otra prueba evidente: les
pide algo para comer, para que constaten que su cuerpo sigue siendo humano,
pues los espíritus no comen alimentos físicos. Cierto: surge la pregunta: ¿Qué
efectos tiene una comida en un cuerpo glorioso? Lo sabremos cuando Él
transforme nuestro cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo.
Y por fin les abre la
mente para que entiendan todo lo que sobre Él estaba ya escrito en Sagradas
Escrituras: su encarnación, su pasión, su muerte, su resurrección y vuelta al
Padre. Eso mismo les pasó a los Discípulos de Emaús.
No es difícil creer
teóricamente la resurrección de Jesús y confesarlo con los labios; lo decisivo
es que Él mismo abra nuestras mentes y corazones a su presencia real, y vivamos
la increíble alegría de saberlo vivo, presente y actuante en nuestra vida. Eso
nos hará testigos creíbles de su presencia, con el gozo que contagia fe en su
promesa: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt
28, 20).
Jesús mismo nos asegura
que son más dichosos quienes creen sin verlo, que quienes creyeron al verlo. La
fe es un don que hay que pedir, acoger y cultivar hablando con él cada día,
escuchándolo, amándolo, imitándolo, invocándolo.
Es necesario que la
catequesis y la predicación se centren decididamente en la verdad esencial de
la fe: la presencia salvífica de Cristo resucitado: en la Eucaristía, en su
Palabra, en nuestra persona y en el prójimo. Sólo así realizarán una tarea
salvífica y eclesial. “Si no creemos en Jesús resucitado, vana es nuestra fe,
vacía nuestra predicación, e inútil la catequesis”. (Cfr 1Cor 15, 14).
Para que esto no
suceda, es necesario vivir la consigna de Jesús: "Quien está unido a mí,
produce mucho fruto, pero sin mí, no pueden hacer nada" (Jn
15, 5).
Jesús Álvarez, ssp