Niña, yo te lo mando, ¡levántate!
Domingo
13º del tiempo durante el año-B / 28-13-2015
En aquel tiempo Jesús
atravesó el lago, y al volver a la otra orilla, una gran muchedumbre se juntó
en la playa en torno a él. En eso llegó
un oficial de la sinagoga, llamado Jairo, y al ver a Jesús, se postró a sus
pies suplicándole: “Mi hija está
agonizando; ven e impón tus manos sobre ella para que se mejore y siga viviendo”.
Jesús
se fue con Jairo; caminaban en medio de un gran gentío, que lo oprimía. De
pronto llegaron algunos de la casa del oficial de la sinagoga para informarle: “Tu hija ha muerto.
¿Para qué molestar ya al Maestro? Jesús se hizo el desentendido y dijo al oficial: “No temas, solamente ten
fe”. Pero
no dejó que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de
Santiago. Cuando llegaron a la casa del oficial, Jesús vio un gran alboroto:
unos lloraban y otros gritaban. Jesús entró y les dijo: “¿Por qué este alboroto y
tanto llanto? La niña no está muerta, sino dormida”. Y se burlaban de él.
Pero Jesús los hizo salir a todos, tomó consigo al padre, a la madre y a los
que venían con él, y entró donde estaba la niña. Tomándola de
la mano, dijo a la niña: “Talitá, kum”, que quiere decir: “Niña, yo te lo mando, ¡levántate!.” La jovencita se levantó
al instante y empezó a caminar (tenía doce años). Jesús les pidió que dieran
algo de comer a la niña. (Mc 5, 21-24. 36,
43).
Jesús se conmueve ante la muerte de
una niña de doce años, y la presenta viva a sus padres, pidiéndoles que le den de
comer, en prueba de que está viva, resucitada.
Pero ¿qué es la resurrección de una
sola niña, frente a millones de niños, jóvenes, adultos y ancianos que cada día
mueren o son eliminados sin compasión alguna? Jesús resucita a esa niña para demostrar
que Él tiene poder total sobre la muerte. Hoy nuestro Salvador resucita cada día para
la vida eterna, a una multitud incontable de personas de todas las condiciones
y pueblos. Dios quiera que lleguemos a estar entre ellos.
La resurrección de la hija de Jairo,
igual que la de Lázaro
y del hijo de la viuda de Naín, y sobre todo la resurrección del mismo Jesús, demuestran
que la muerte no es el final de vida,
sino el principio de la vida sin final; pues Dios nos ha creado inmortales; que la muerte física no es la
muerte de la persona, pues al despojarse ésta del cuerpo corruptible, atraviesa
el umbral de la muerte, y Cristo la llama: “¡Levántate!”,
pero no para volver a esta breve vida terrena, sino para vivir en esta vida hasta que le llegue su hora de pasar de esta pobre vida a la gloriosa vida eterna.
San Pablo asegura que Jesús “transformará
nuestro pobre cuerpo mortal y lo hará semejante a su cuerpo glorioso” (Flp 3, 21). “Lo que es corruptible debe revestirse de
incorruptibilidad, y lo que es mortal, debe revestirse
de inmortalidad” (1Cor 15, 53). La muerte
no es una desgracia sin remedio, sino la puerta de la máxima gracia y felicidad:
la resurrección para la vida eterna.
El mismo Apóstol muestra su fe: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para
estar con Cristo” (Flp 1, 21);
“Para mí la vida es Cristo y una ganancia el morir” (Flp 1,
21-22); “Pongan
su corazón en los bienes del cielo, donde está Cristo” (Col 4,
1-4).
No es justo pensar con miedo en la
muerte sin pensar, sobre todo, con esperanza, en la resurrección; de lo
contrario viviremos como esclavos del temor a la
muerte, en lugar de vivir en la alegría pascual
del esfuerzo por conquistar la resurrección a través de la muerte, pasando
por la vida haciendo el bien unidos a Cristo.
La fe verdadera no se rinde ante la
muerte. ¿De qué nos valdría la fe si no nos llevara a la vida eternamente feliz,
más allá de la muerte? Si no se cree en la resurrección, la fe resulta un
engaño y la predicación un fracaso.
Creámosle a nuestro Salvador: "Yo soy la
resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá" (Jn 11, 25-26). Vivamos esa fe con feliz coherencia,
para llegar al Reino eterno de Cristo Rey, nuestro Salvador y glorificador.
P. Jesús Álvarez, ssp
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